LAS CALLES VACÍAS
Asfalto, a veces. A veces tierra. Calles al fin, calles y más calles mientras camino y sigo caminando, no paro de caminar. Sin prisa, eso sí. Es de madrugada y en algunos tramos la obscuridad es tremenda. Un saco muy largo me cubre, me arropo en él con los brazos cruzados, zapatos cómodos para permitirme semejante lujo. La bufanda calientita hace eco con mi respiración, a ratos pausada y a ratos acelerada, dependiendo del ritmo de mi andar. Concedido pues ese sueño de ver la noche, mi noche. Mis noches, todas, son en mi cuarto, en mi templo, en mi guarida, con aroma a rosas o a lo que me plazca, con la luz de la intensidad que yo decido, con música que me hace vibrar, vivir y volver a vivir. Recordar, amar. Aquí es diferente, he dicho que ese sueño habría de cumplirse: caminar en una ciudad tortuosa y a veces desprovista de la más mínima gotita de piedad debido a los transeúntes, pues a esa altura de la madrugada si te encuentras a alguno, puede ser de peligro. ¡A quién se le ocu