ALMA DE CABARETERA
Nereida era su nombre, y sobre sus hombros y su esqueleto todo, había tres siglos. Porque los 1800 la vieron nacer y los 2000 la seguían mirando estar y seguir pasando en toda su evolución. Evolución que si, como todas es efímera, aquí esta palabra generosa se agranda por permitir que a ella la sigan viendo los años.
Muy pequeñita, casi recién nacida, sus oídos se iba acostumbrando a escuchar esa música tan singular. Nereida incluso piensa que si sus hombros se movían con ese desparpajo era gracias a todo eso. Ella pensaba que en su vida, aquello estaba marcado.
Cuando muere su madre ella queda en la calle, buscando acomodo en donde lo hubiera. El cielo era su techo, las malas palabras de los hombres, eran su pan de cada día. Ni siquiera podía sentir asco (y es que eran palabras brutales), sino que eran parte de aquella existencia sórdida que le tocó vivir.
A su corta edad, aquella decoración en color rojo y en muchos segmentos aterciopelada era como un imán que la atraía irremediablemente como si ese fuese el centro de su universo, tal cual si todo se concentrara en ese rojo singular, fuerte, atrevido, a veces insultante y provocador, desafiante, alucinante.
Lloraba, sí, al recordar que en su biberón (usado por largos años) había algunos chorros de ese aguardiente que para su madre y sus tías (las amigas de aquella que la parió, que bien pudo ser cualquiera de ellas) le ponían pensando que con ese se calmaría, que dormiría toda la noche sin dar el menor problema. ¡Cómo podría escucharse el llanto de un bebé en el salón, en donde todos los clientes pagaban por pasar un rato que era un paréntesis en su vulgar caminar). A veces a su corta edad buscaba ese trago, era ya parte de ella, su cuerpo se acostumbró a llevarlo en la sangre. Así era su vida.
Durante varios años solamente sobrevivió al infortunio, al frío y al hambre, a la soledad y a las inclemencias de los tiempos. Lo hizo como mejor pudo, tenía el coraje de querer vivir. Recordaba a su madre siempre alegre, con una sonrisa y un buen danzón. Heredó de ella ese contoneo de caderas que nunca pudo olvidar, que la pescaba hasta dormida y se descubría a sí misma con una sonrisa en los labios, así fuese la banca de un parque lo que le tocó para dormir en alguna de tantas noches.
Y así, la sobreviviente Eréndira una vez convertida en mujer dejó que sus pasos la llevaran hacia ese salón de tantos y tantos recuerdos, ese salón que fue su cuna y una forma de vida para ella nada despreciable, donde su madre y sus "tías" le dieron todo el cariño que les fue posible, tiempos en que ella admiraba las sonrisas de esas mujeres que vivían de bailar, que con una copa y carcajadas más el humo de los cigarrillos y los labios tan rojos como el terciopelo de las cortinas y tapicería de ese peculiar sitio, cobija de los recuerdos y desahogos de tantos.
Era aún una jovencita, pero esos pintalabios escandalosos y un cabello alborotado más su cuerpo muy tempranamente desarrollado le permitieron recordar siempre a su madre emulando lo que ella hacía, feliz de haber cumplido lo que para ella era su destino: llegar a su cuna, a sus raíces, y vivir con el ritmo de esa música que era la pasión de tantos: ese danzón tan elegante y peculiar que para tantos fue casi un culto, una razón de vivir.
Y así, recordando a aquella muñequita que era su compañía en su niñez y a la que cuidaba con afan, vestía con gracia y pintaba los labios de rojo a la vez que le daba ese pequeño biberón con aguardiente. Esa era su vida, y era buena. La música la elevaba. Pasaron años, más años, muchos. "Dios perdona, pero el tiempo a ninguno" y así transcurrieron las décadas transportándola a una edad en la que el contoneo de caderas se convertía en un muy grato recuerdo, mientras con su cigarrillo y en una silla de ruedas observaba a quienes podían bailar como ella lo hizo su vida entera, siempre con una sonrisa, el labial rojo que ya desbordaba las comisuras de sus labios y una mirada vidriosa llena de vida, aún cuando esta se iba apagando al ritmo de un buen danzón.
Absolutamente nadie podía juzgarla. Vivió feliz, pero, sobre todo, VIVIÓ. En ese su mundo, donde no había tiempo para mirar más que lo que felizmente la rodeaba.
¿Quién puede cortarle las alas a la felicidad de nadie?
¿Quién se puede atrever?
¡Qué sabe nadie, a quién le importa!
Precioso relato, Maty. Hay vidas que aunque surgieron en el fango, florecen a pesar de él. Cada quien hace lo mejor que puede con las cartas que le da la vida. Hermoso el nombre de tu protagonista. Saludos.
ResponderBorrar"Cada quien hace lo mejor que puede con las cartas que le da la vida": precioso Ana. Muchas gracias, un abrazo.
BorrarUn drama..."feliz"... no sé. Lo que sí te puedeo decir es que me recordó a cierta canción de Agustín Lara. Mencioné algo de eso aquí:
ResponderBorrarhttps://tigrero-literario.blogspot.com/2014/09/agustin-lara-y-su-maria-bonita.html
Alí, tienes artículos que van con todo! Muchas gracias,. pasaré a verlo.
BorrarCuando una nace para vivir, vive a cualquier precio. Nunca se debe juzgar a quien quiere vivir a pesar de los impedimentos. Hermosa historia. Besos 😘
ResponderBorrarPienso igual Mar, nunca se debe juzgar, nunca. Muchas gracias amiga, un abrazo 💐
Borrar¿La actitud es determinante para afrontar lo que la vida nos trae, o viene determinada en función de la vida que nos toca vivir?
ResponderBorrarTodo un enigma, creo que ambas cosas son posibles dependiendo de cada circunstancia.
BorrarBonito texto y bonito blog. Un saludo
ResponderBorrarMuchas gracias!
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